La
inclinación a vincularnos con nuestras heridas, en lugar de dejarlas atrás,
hace que experimentemos constantemente la sensación de no ser dignos. Una
persona que haya experimentado acontecimientos traumáticos en la vida, como una
violación sexual, la muerte de seres queridos, enfermedades traumáticas,
accidentes, rupturas familiares, drogadicciones y otras cosas similares, puede
llegar a vincularse con los dolorosos acontecimientos del pasado y rememorarlos
para llamar la atención o despertar lástima en los demás. Esas heridas de
nuestras vidas parecen darnos una gran cantidad de poder sobre los demás.
Cuanto
más les hablamos a otros sobre nuestras heridas y sufrimientos, tanto más
creamos un entorno de compasión por nosotros mismos. Nuestro espíritu creativo
permanece tan conectado con los recuerdos de nuestras heridas que no puede
dedicarse a transformar y manifestar. El resultado de ello es la sensación de
desmerecimiento, de no ser digno de recibir todo aquello que se deseas.
Sucede
a menudo que la narración de esos males va acompañada al principio por una
especie de necesidad de que el interlocutor sepa lo horrible que fue y sigue
siendo la herida sufrida. Al cabo de un rato el ego utiliza esta energía en una
especie de juego de poder, en situaciones tanto individuales como de grupo,
para estimular la discusión sobre lo duro que ha sido superar esa herida. Eso
puede impedir que el individuo avance espiritualmente, reforzando la imagen de
desvalido que tiene de sí mismo.
La
tendencia a vincularnos con las heridas de nuestras vidas nos recuerda lo poco
merecedores que somos de recibir nada de lo que realmente nos gustaría tener,
debido a que permanecemos sumidos en un estado de sufrimiento. Cuanto más se
recuerdan y se repiten estas historias dolorosas, tanto más tiene garantizado
esa persona que no atraerá la materialización de sus deseos.
Wayne Dyer.
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